sábado, 10 de febrero de 2007

LA CUCHARA DE URI GELLER


Ahora sé que perder la virginidad es un asunto más serio de lo que en realidad parece. Es el tipo de cosas que te ocurren sólo una vez en la vida: como los dientes de leche, la primera menstruación o, más concretamente, cuando te mueres. De esos momentos importantes casi nunca sobreviven recuerdos, salvo unos colmillitos amarillentos que una mamá fetichista atesoró.
Nadie, por ejemplo, guarda su primer moddes o llega a enmarcar la foto del infarto fatal. Sin embargo, de mi primera vez, sí que quedó algo. Un objeto tonto, sin duda, y que vayan ustedes a saber por qué he conservado todos estos años.

Ese día lo recuerdo como si hubiera sucedido esta mañana, aunque lo cierto es que pasó en el año 76. Yo recién había cumplido los diecisiete y Rolando, mi novio, tenía meses pidiéndome lo que en un principio llamaba una “prueba de amor” y luego un “ultimátum”.
Rolando era bello. Se parecía a Jesucristo (en realidad se parecía a Robert Powell, el actor que hacía de Jesús en una película que todavía pasan en Semana Santa) y en aquella época se puso de moda tener un novio así. Así que yo tenía suerte en tener a Rolando y a Jesucristo en una sola persona.
Pero Rolando no se conformaba con los besos que nos dábamos en su CJ-7. Él pretendía algo más que besos y la verdad era que yo no estaba preparada para ese asunto. Mi estrategia era hacerme la loca. Darle largas diciéndole: “papi, espérate uno de estos sábados a que mamá esté de guardia y lo probamos, ¿sí?”.
Mi mamá era enfermera en la clínica Méndez Gimón y nunca tenía guardia los sábados. Así que la espera de Rolando iba a ser larga. Pero las cosas cuando van a pasar pasan y un sábado, como a las diez de la mañana, llamaron a mamá de emergencia de la clínica para suplir a una enfermera.
Ese sábado Rolando como que también andaba de emergencia. Se presentó en la casa sin haber llamado antes. Eso nunca lo hacía y me extrañó muchísimo. Tocó el timbre con la insistencia de un vendedor de Electrolux. Parecía como si le hubieran revelado que aquél podría ser su sábado de Gloria. De eso me acuerdo clarito porque Henry Altuve anunciaba las atracciones de la Feria de la Alegría cuando abrí la puerta.
Parecerá estúpido, pero aquello me molestó bastante. Los sábados de 4 a 9 eran míos; ese era el horario del programa y ni que se cayera el mundo me lo perdía. Creo que lo dejé entrar porque en una mano traía una olorosa bolsa del Meen Nang y en la otra un pote familiar de un helado que la EFE jamás ha vuelto a sacar.
Para ser justa, creo que la culpable de lo que pasó aquella tarde fui yo. En las visitas que Rolando hacía a la casa nunca pasó más allá de la sala. Mamá no lo dejaba ni ir al baño del pasillo. Pero aquel día no sé qué carrizo me pasó y le dije que fuéramos a ver la tele al cuarto. Esa era la oportunidad que esperaba Rolando y yo se la puse en bandeja de plata.
Cuando nos instalamos en la cama a comernos la comida china, Trino Mora cantaba “Libera tu mente”. Eso, pienso, fue el principio del fin. Sin embargo, yo aguanté mi cosa como si escuchara unos aguinaldos. Era temporada de rating y las atracciones de esa tarde iban a estar muy buenas. Aparte de Trino, también incluían a Águila Blanca (un viejito ecuatoriano que lanzaba chuchillos disfrazado de sioux), a La Momia y a Uri Geller. A Uri Geller era la primera vez que lo veía y ese detalle me iba a costar carísimo.
La comida que había traído Rolando estaba algo picante y rebosaba en frutos del mar. Ese fue otro golpe. Me puso aceleradita y como rochelera. Tuve que echarme un baño relámpago para ver si se me pasaba el vaporón pero fue peor. Cuando regresé del baño, el Rolando ya se había quitado la camisa y las medias. Si mamá llegaba en ese momento seguro salíamos de ahí directo para la jefatura a casarnos. Fue entonces que me acordé del helado en la nevera y vi la oportunidad de enfriar el momento.
Pero cada salida mía de la habitación significaba una prenda menos en el vestuario de mi novio. Al volver de la cocina me lo encontré en calzoncillos. ¿Pueden creerlo? Ya me estaba poniendo nerviosa cuando escuché una voz narcótica que salía del televisor. La voz parecía decir “ahora quítate la bata y ve a la cama”, porque fue exactamente lo que hice como una pendeja.
Uri Geller tenía unos ojos preciosos. Usaba, además, un peinado estilo “totuma” y unos pantalones de poliéster que lo hacían lucir regio. En eso me fijaba cuando Rolando empezó con la tocadera.
La primera parte del acto consistía en adivinar el número de cédula o licencia de conducir de alguien del público. “Concéntrense en sus casas”, decía Uri Geller a cada rato y yo estaba súper concentradísima. Rolando me tenía tomada de los pies y me daba masajes en los tobillos y en las pantorrillas. Rico, la verdad, pero de ahí no hubiera pasado si en ese instante no le hacen un close up a los ojos del mentalista.
Eso me mató.
Empecé a sudar y me subió una especie de corrientazo desde el cóccix hasta la nuca. Aquel espasmo me dejó sin coartadas. Horrible. Hasta bizca me puse tratando de desentrañar el misterio de aquellos ojos en blanco y negro. Ya Rolando había cruzado la frontera como perro por su casa y venía directo a lo suyo, embalado. “Concéntrense”, repetía el desgraciado de Uri Geller. Más concentración de la que yo tenía imposible. Juro que estaba a punto de salir levitando por la ventana.
Tuve un último chance de salvarme con los comerciales pero cuando regresaron comenzó el segmento de las cucharas. Uri Geller había invitado a una doña al escenario. Me sorprendió que la señora mantuviera en alto una mano como si le rezara a un santo. Cuando poncharon a la vieja reparé en la cuchara que sostenía como si fuera un crucifijo.
El tipo agarró la cuchara como si se fuera a tomar una sopa y comenzó a mirarla con fijeza. La escena era ridícula y provocativa. Vino un nuevo close up a los ojos del mentalista y supe en ese instante que todo estaba perdido.
Acto seguido comenzó a darle con el dedito índice en la parte más delgada, casi con ternura. Ignoraba lo que pretendía con aquello hasta que la cuchara comenzó a ceder; como cansada de tanta rigidez. Parecía como si un fuego invisible la estuviera derritiendo.
Entonces sentí el pinchazo.
Los bufidos de Rolando en mi oreja hicieron que perdiera toda la concentración ganada hasta ese momento. En un intento desesperado por recuperarla eché como pude una mirada al televisor. Pero Uri Geller ya había pasado a otra cosa. Me parece que intentaba “detener” el mecanismo de un reloj despertador.

Al siguiente día descubrí con horror que Uri Geller había tenido éxito con el reloj despertador: eran casi las diez y mamá no tardaría en regresar de su guardia.
El cuarto estaba hecho un desastre y la sábana parecía una bandera japonesa. Rolando no pudo encontrar sus interiores y se fue diez minutos antes de que llegara mamá. Mientras recogía el reguero, pude dar con los interiores de mi novio: flotaban como un barco a la deriva dentro del pote de helado que ya parecía más bien merengada. Sin embargo, en el pote también hallaría otra cosa que en un principio me costó identificar pero que luego tomé como otro acierto del mentalista.

En estos días mi hija me preguntó por qué aún guardaba aquella cuchara doblada y además oxidada. Estuve a punto de hablarle de los ojos de Uri Geller y todas esas cosas. Pero me callé.
Hoy los mentalistas abundan y las cucharas ya no las hacen como antes.

2 comentarios:

Emilú Soares dijo...

Tigre, me encanta. Me he reido muchisímo. Qué bueno saber que vas a escribir aquí.
¿Te acuerdas de Tuzán, el hipnotizador de gallinas que vino a S.S. en época de Amador?
Un beso muy fuerte desde los Madriz.

Adriana dijo...

me ha fascinado...le felicito...tuve el placer de leer lo que escribio para la revista de Todo en Domingo, es alli como le he conocido...ahora estoy a la caza feroz de sus publicaciones...me dieron fecha de este sabado para ir a Tecniciencia de Lecheria para comprar Intriga en el Car Wash, no me dieron seguridad, pero igual no pierdo la esperanza...